El Faro de Ada

Los isleños no conocían más océano que el que guardaban desde el cabo perdido. Cinco torres en ruinas surgían de las entrañas del mar como los dedos dislocados de una garra gigantesca. Amasijos de acero y cemento, últimos vestigios de una civilización desaparecida bajo las olas, se retorcían en el recuerdo de un modo de vida que los isleños habían abandonado por tradiciones más sencillas. Por su torre blanca, la única que se alzaba desde sus propias costas. La única que permanecía firme con el paso de los años. La única que resplandecía.

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Y ya nadie se acordaba de los tiempos en que las torres de acero también brillaban con luz propia como luciérnagas en la noche.

La torre blanca era un realidad un faro, y siempre había sido el punto de reunión de las mujeres de la familia, cuya labor consistía en guiar con señas resplandecientes el camino de vuelta de los hombres cuando salían en sus barcas con sus redes, al encuentro de los peces nocturnos.

Como casi nunca pasaban barcos por allí, la torre rara vez desempeñaba su cometido original de ayudar a los marineros extraviados a salir ilesos de ese archipiélago abrupto y peligroso que no aparecía en las cartas de navegación.

Pero el faro tenía otra función poco usual y que debía sus orígenes a una de las costumbres más antiguas del clan…

La primera isleña llegó al cabo perdido con un secreto: sabía elaborar un aceite único que, al arder, confería a las llamas todos los colores de la Naturaleza. Rechazando las peticiones de su compañero, esta primera mujer, la primera encargada del faro, se negó siempre a utilizar su aceite para guiar el camino de vuelta de su amado pescador, pues consideraba que solo una ocasión muy especial merecía la realización de tan compleja fórmula.

Noche tras noche, el primer isleño regresaba de las tinieblas del mar y sorteaba las torres de acero retorcido siguiendo la habitual estela blanca de la linterna del faro. Noche tras noche, recogía fatigado sus redes y volvía a la playa en su balsa solitaria. Noche tras noche, hasta que vio aparecer una extraordinaria luz multicolor en lo alto de la torre de su mujer.

Las redes se le escaparon de entre las manos y se perdieron en las sombras del agua. El corazón le dio un vuelco y una inmensa dicha inundó todo su ser, pues solo un suceso muy anhelado podía ser la causa de que su amada utilizara su aceite especial: había descubierto que estaba embarazada, y se lo hacía saber con aquel mágico destello de las tonalidades del arcoíris.

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La leyenda de aquella primera pareja se mantuvo viva a través de los siglos, pasando de padres a hijos. Los hombres continuaron adentrándose en la oscuridad del océano cada noche y las mujeres siguieron esperando en la torre blanca, donde se tomó por costumbre que la más anciana del clan se encargara de comprobar si una joven aspirante estaba embarazada, para, en caso afirmativo, encender la linterna del faro con el aceite especial de sus antepasados.

Así es como el progenitor del último isleño también supo que sería padre: al recoger sus redes en la sombra opaca del mar nocturno. Aplaudido y elogiado por sus compañeros de pesca, mientras el resplandor multicolor del faro le mostraba el camino de vuelta al hogar de su futuro hijo.

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Pasaron los años y una terrible epidemia, agravada por el aislamiento y la falta de medicamentos, se cobró la vida de aquel hombre y de otros muchos. Uno a uno, los miembros de un clan cada vez más marchito se fueron apagando como las luces del faro al alba. Hasta que, en un ocaso de mareas tranquilas, el sol se puso en el horizonte del cabo perdido, y solo quedaron el último pescador y su esposa Ada para dar continuidad a las tradiciones de los isleños.

Hacía ya tiempo que la hermosa Ada lucía en su cuello un collar elaborado con las conchas más coloridas de la isla, señal de que suspiraba por concebir un hijo, y que el pescador zarpaba al anochecer con la esperanza de que su mujer le diese la buena noticia desde la costa.

El último pescador soltaba sus redes en medio del oleaje, a solas con la fría oscuridad como lo estuviera en su día el primero de su estirpe, cuando de pronto un destello cegador espantó a los peces y le hizo estremecer. Desde su pequeña barca, contempló por primera vez en su vida la maravillosa luz multicolor procedente del aceite de sus ancestros.

Como su progenitor antes que él, el pescador supo que sería padre.

Remó con todas sus fuerzas hacia la costa y subió a la carrera las escaleras de caracol del faro, hasta la morada donde Ada le esperaba… Muerta, tendida boca arriba y desnuda, con heridas en los muslos y en el cuello.

En el horizonte, un barco se alejaba perseguido por el arcoíris que emergía de la torre.

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El pescador sintió deseos de arrojarse al vacío, pero no encontró la fuerza necesaria para hacerlo. Su alma se hundía ya en un abismo mucho más profundo.

Siguiendo la tradición del clan, entregó el cuerpo de su mujer al océano. Incapaz de quitarse la vida, dejó morir los días con la esperanza de que su propio organismo se rindiera. Pero la muerte se hacía esperar.

Sin compañía, sin descendencia, sumido en la soledad de un mundo que agonizaba y que moriría con él, pasaba las horas vagando por la playa para luego subir al acantilado, siempre con la vista fija en el sepulcro infinito de su amada.

Una noche sin luna, decidió hacer exactamente aquello a lo que estaba habituado: se adentró con su barca y con sus redes en las aguas negras. Pero en esta última partida no habría nadie en el faro para mostrarle el camino de vuelta.

El mar lo llevaría de nuevo con su Ada.

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El oleaje rugía furioso ante su presencia y los rayos dibujaban la silueta de la barca en la penumbra, que ascendía y descendía con cada sacudida. El pescador sintió que la muerte lo recibía con los brazos abiertos, así que la saludó con una sonrisa pletórica. De pie sobre la inestable embarcación, empapado y tembloroso, le pidió a gritos que viniera a por él.

Y su petición pareció ser atendida con diligencia…

De las tinieblas emergió un barco cuyo casco formó una ola monstruosa. La sacudida volcó la barca y el pescador se golpeó la cabeza contra la madera.

El vacío. Una vasta superficie brillante que lo abarcaba todo. Se reunía por fin con su amor… Pero abrió los ojos y se halló en la cubierta de un barco, asfixiado de gritos, risas maliciosas y golpes: una lluvia de empujones, puñetazos y patadas que caían sobre su cuerpo maltrecho sin producirle más dolor del que ya albergaba en su interior. Y esas voces desagradables. Voces entre las que solo distinguió tres palabras: isla, mujer y faro.

El pescador supo por esas tres palabras que su destino estaba en manos de los mismos hombres que asesinaron a su Ada y a la criatura que llevaba en sus entrañas.

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Tras propinarle una paliza brutal, metieron al último pescador en el calabozo del barco. Allí, acurrucado en un rincón mugriento, cerró los ojos y aguardó el esperado final intentando retener en su mente una única imagen: la sonrisa de su mujer.

Le habían aporreado la cara de una forma salvaje y, sin embargo, en las ruinas amoratadas y hendidas de lo que una vez fue el rostro de un hombre hermoso, perduraban más indicios de humanidad y entereza que en los semblantes de sus crueles agresores. Aunque el apaleamiento se hubiese prolongado durante una hora más, el resultado hubiera sido el mismo: un cuerpo destrozado por fuera, pero un alma elevada e indemne en el interior.

Y es que el pescador solo tenía pensamientos para la criatura que tanta felicidad le había hecho sentir y a la que, incluso después de la muerte, seguía reverenciando y sirviendo con cada fibra de su ser. No importaba a cuántas torturas pudieran someterle esa noche porque, cada golpe que recibía, era un paso más hacia ella.

En oposición a la serenidad del prisionero, en el exterior se libraba una batalla encarnizada contra la naturaleza. La nave se tambaleaba con brusquedad y desde el calabozo se podía sentir la fuerza frenética de las olas que rompían contra el casco. Los zarandeos empujaban al pescador contra los barrotes de su celda y el agua se filtraba por las rendijas de las paredes. Pero él se mantenía tranquilo.

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De repente, la escotilla se abrió con un gruñido de bisagras oxidadas y un segundo cautivo fue empujado al interior de aquella jaula para animales. Se trataba de un niño enjuto y de aspecto demacrado que, ensimismado, se encogió en un rincón de espaldas a su compañero y se puso a tararear una triste melodía en voz baja. El pescador creyó estar soñando al escuchar su canto inocente en mitad de un lugar tan siniestro. Pero cuando observó las marcas de los latigazos entre los harapos que cubrían su espalda infantil, supo que estas formaban parte de una realidad estremecedora.

El niño detuvo su canción y volvió su mirada hacia su compañero de cautiverio. Estaba pálido, sucio y consumido, pero la fuerza de sus radiantes ojos verdes permanecía intacta. El último pescador, que ya se creía inmune a la ponzoñosa picadura de la desgracia, tuvo que preguntar:

—¿Dónde están tus padres?

—Atacaron nuestro barco y… los hombres de arriba los… los…

—Entiendo.

El pescador lo vio claro: se hallaba ante una víctima como él. Pero esta era más joven e inocente de lo que su sentido de la justicia podía soportar.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—No lo sé… —El niño, que ya compartió celda en el pasado con otros pobres desdichados que acabaron siendo ejecutados (en más de una ocasión delante de él), se echó a los brazos de su nuevo compañero y comenzó a llorar desconsoladamente. Su ánimo se desmoronó ante la evidencia de que a este también le darían muerte pronto—. ¡Señor, por favor, no se muera! ¡Quédese aquí conmigo!

El pescador no supo qué contestar. Le habría gustado consolar al niño con palabras tranquilizadoras, pero la verdad era que no había esperanza para ninguno de los dos. La tormenta arreciaba y, sin la ayuda del faro de sus antepasados, el cabo perdido suponía una trampa mortal. Pronto el mar se tragaría el barco y haría pagar a esos desalmados por sus actos de crueldad.

Pronto el niño se reuniría con sus padres, y él con su querida Ada.

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El temporal rugía enloquecido en la oscuridad cuando los hombres subieron a los dos prisioneros a cubierta.

—¡Tú! —bramó uno de ellos, señalando al pescador bajo la lluvia inexorable y la ira de la tempestad—. ¡A ti te encontramos en la isla! ¡Dinos qué rumbo debemos seguir para tocar tierra firme!

—No hay rumbo posible —contestó el último pescador, desafiante—. Estamos todos condenados.

En respuesta, el hombre alzó la mano para golpearle, pero, justo en ese instante, el barco encalló en las rocas. El choque los sacudió a todos y muchos de los tripulantes desaparecieron entre la turbulenta espuma del oleaje, lanzando sus últimas maldiciones al viento huracanado. Veloz como los rayos que no cesaban de acometer, el pescador agarró al niño del brazo y, juntos, saltaron por la popa del barco.

Fueron unos instantes de intensa agonía. Cada segundo era una lucha por sobrevivir: el pescador debía pelear por mantener la cabeza del niño fuera del agua y tratar de esquivar los peñascos hacia los que los dirigía la brutal corriente. Sus agresores caían desde la cubierta y morían al impacto con las rocas o aplastados por elementos de su propia embarcación, resquebrajada en mil pedazos. El pescador aprovechó uno de los trozos de madera para sujetarse, mantenerse a flote y arrastrar así al niño mar adentro con el fin de alejarlo del arrecife que estaba ocasionando la matanza.

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Ya lejos de las rocas, pudo divisar en la distancia cómo el barco terminaba de hundirse, sin dejar más supervivientes que ellos dos. Pero el peligro no había pasado y él sabía que únicamente estaba postergando lo inevitable.

La oscuridad de la noche sin luna lo abarcaba todo con su abrazo de muerte y el pescador flotaba a la deriva, pataleando con brío para mantener en la superficie aquella tabla de madera que los aferraba a la vida. Sin dirección hacia la que ir y sin ningún tipo de remo, solo le quedaba esperar a que las fuerzas le fallaran. Entonces el mar se los tragaría lentamente a él y a su tembloroso compañero.

Al menos, le consolaba saber que moriría junto a un espíritu inocente y puro, y no con esos malvados. Reconfortado por este pensamiento, contempló una última vez los ojos de la criatura que le daba paz en su trance, dejó de patalear y se entregó con entereza a la sentencia del océano.

Ya se acercaba el final, cuando un rayo de luz iluminó sus dos pequeñas figuras en medio de la nada. Inmerso en un sueño de su vida anterior, el último pescador hizo lo que siempre había hecho: siguió la luz. Dejó que lo guiara.

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Con un grito desgarrado, pataleó valiéndose de toda la energía que subsistía en sus músculos embotados y persiguió esa estela de esperanza, luchando contra el oleaje. Hasta alcanzar la playa.

El niño se derrumbó en la arena escupiendo agua. Estaban a salvo.

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Pero el pescador no podía esperar, y en un esfuerzo sobrehumano, siguió corriendo hacia el faro. Subió las escaleras de caracol a toda prisa, llegó jadeando a lo más alto de la torre del cabo perdido y… Allí no había nadie.

Sin embargo, encontró un objeto colgado en la solitaria lámpara que refulgía en la noche. Lo tomó y las lágrimas se deslizaron suavemente por sus mejillas.

Era el collar de conchas de Ada.

Y había algo más, algo en lo que no había reparado hasta este momento…

Las llamas del faro eran como el arcoíris que aparece tras la tormenta.

Gabriel Sánchez García-Pardo El Faro de Hada

2 comentarios sobre “El Faro de Ada

  1. El relato me ha encantado, Gabriel. Su texto está trenzado de ilusión y esperanza que vienen como agua de mayo en este tiempo en el que el miedo y la muerte nos puede hacer más daño del que imaginamos. Es una suerte que podamos contar con tu sentimiento y tu creatividad para nutrirnos en tiempo de desconsuelo.

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  2. Precioso relato lleno de esperanza en estos momentos tan inquietantes que estamos viviendo. Un relato con una gran enseñanza, la esperanza de sobrevivir, la luz que nos salvará de esta tormenta.

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